martes, 21 de abril de 2009

rimas y leyendas de jaen

La Mantilla Colorada

El color de la mantilla que forma parte del traje de pastira (Pastira: traje típico femenino. Chirri: traje típico masculino) está justificado por una leyenda. Se cuenta que un grupo de mozos y mozas salieron una mañana de romería a orillas del río Guadalbullón. Una partida de moros granadinos les sorprendió y les atacó, con la intención de dar muerte a los mozos y llevarse cautivas a las mozas, pero ambos, mozos y mozas, ofrecieron tan encarnizada resistencia que los moros huyeron y las tocas de las mozas, blancas antes del ataque, se tiñeron del rojo de la sangre.
Desde entonces, en conmemoración de aquel hecho, las mantillas típicas que lucen las mujeres de Jaén en los días de fiesta son rojas.


La Cruz del Pósito

Incluida en el Romancero de Jaén, se trata de una de las leyendas más conocidas de la ciudad que gira en torno a la plaza del Pósito y la cruz, que sobre una columna toscana, allí se encuentra. El formato tradicional es el siguiente:
Un caballero que vino de las conquistas españolas en tierra extraña, casó con una dama de Jaén que para otro galán tenía su corazón. El caballero vicioso y calavera, se jugó una noche cuanto tenía, e hipotecó en el juego las joyas de su mujer. Ésta se negó a entregárselas y entonces le dio muerte. Volvió con las joyas a la Tafurería o casa de juego, y sabedor del hecho el otro caballero, que de la dama estaba enamorado, lo retó y lo mató en desafío en el centro de aquella plaza.
La leyenda añade que el enamorado ingresó como fraile en el aledaño convento de San Francisco, y que a su muerte vagaba y se aparecía todas las noches, a modo de fantasmal presencia, en la plazuela para rezar y llorar al tiempo su desgraciada hazaña.
La Cruz del Pósito tiene el aspecto de un rollo o picota de los que abundan por toda España, a la entrada de las poblaciones. Servían para colgar y exponer, para escarmiento general, los restos de los condenados a muerte. Eran también, símbolo de jurisdicción de la villa a cuya entrada se colocaban. En estos rollos se colocaron cruces, cuando se abolió la brutal exposición de los restos humanos. Después de la abolición, muchos de ellos se hicieron con figura de picota y remate de cruz, como demostración de la autoridad jurisdiccional.
La Cruz del Pósito, posee en su parte inferior un rollo de piedra y sobre él una pequeña basa, ambas toscas y muy antiguas, y sobre ellas se levanta el fuste, mejor labrado, de una columna, relativamente moderna, que remata un sencillo capitel y sobre él una bola de la que nace la cruz de hierro. Puede objetarse que más allá del segundo recinto amurallado de Jaén; más allá de la muralla que defendía los arrabales, es decir afuera de la puerta Barrera, había restos de un rollo o picota, pero hay que tener en cuenta que antes del avance de la ciudad hacia ese sitio, y cuando la línea de murallas terminaba en la Puerta de Santa María, la actual plaza del Pósito era el camino que salía de Jaén para ir, entre huertas, bosques y prados, a Baeza, Andujar y a todos los lugares que se asentaban en la extensión Norte y Este que Jaén domina, y era pues lógico que estuviese la picota más antigua, a la entrada de la ciudad.


La Casa de los Salazares

Doña Ana enviudó de un banquero de Jaén a mediados del siglo XIX. Su casa, a la que hace referencia la historia, se encontraba en las inmediaciones de la catedral, en el número 2 de la calle Abades, un edificio del siglo XVIII. Uno de sus hijos la denunció al morir su marido, acusándola de haber ocultado parte de los bienes de la herencia. El juez ordenó el registro de la casa, pero no se encontró nada.
Sin embargo, Doña Ana pasó esa noche en compañía de una criada buscando una pared apropiada para ocultar el dinero. Al pasar ante el retrato del marido, la criada le indicó que éste reprobaría su actitud. Doña Ana, molesta, la despidió y pocos días después, súbitamente, murió.
La casa fue vendida. Del dinero, que se dice que ascendía a ochenta mil duros, nada cierto se ha vuelto a saber. Algún comprador de la casa ha perforado sus paredes en su busca y se dice que una modesta familia, que allí vivió, prosperó y terminó por mudarse.






La Cámara de las Estatuas

"En los primeros días había en el reino de los andaluces una ciudad en la que residían sus reyes y que tenía por nombre Lebit, o Ceuta, o Jaén". Así comienza Jorge Luis Borges su relato sobre un castillo en Jaén cuya puerta nunca se abría.
Cada vez que un rey moría, se añadía un nuevo cerrojo, hasta contar 24, uno por cada rey. Un mal hombre que pese a no poseer sangre azul logró el poder suficiente abrió la puerta en vez de añadir un nuevo cerrojo a la muerte del rey. Se le ofreció riqueza para disuadirlo, pero al final se salió con la suya.
Se encontró con una sala repleta de estatuas de guerreros en fieras posturas. En una inscripción al fondo se podía leer: "Si alguna mano abre la puerta de este castillo, los guerreros de carne que se parecen a los guerreros de metal de esta sala se adueñarán del Reino".
Ese mismo año entrarían en España al mando de Tariq y matarían al rey Don Rodrigo.


El Tesoro de la Plaza de los Huérfanos

Unos ganaderos pidieron pasar la noche en los sótanos de una casa que hacía esquina entre la calle Santa Clara y la plaza de los Huérfanos. A media noche la hija de los dueños despertó alertada por extraños ruidos que procedían de la parte baja de la casa y allí se dirigió. Sin que los ganaderos notaran su presencia, observó que se encontraban alrededor de un cabo de vela al tiempo que pronunciaban unas palabras rituales. Al poco, se abrió uno de los muros. Entraron en la grieta y al poco salieron cargados de bolsas de monedas.
La muchacha esperó a que los extraños visitantes abandonaran la casa y a la noche siguiente, en compañía de su madre, bajó al sótano. Allí volvió a repetir el ritual que la noche anterior vio celebrar a los ganaderos y entró en la grieta cuando de nuevo se abrió. Allí, quedó deslumbrada por los tesoros que vio, tanto que se entretuvo y no advirtió los gritos de su madre cuando vio cerrarse la grieta.
Allí quedó sepultada, pues sólo ella conocía las palabras del ritual.



El Padre Canillas

Se cuenta que un mozo volvía a su casa a media noche después de hablar con su novia, cuando se cruzó con un sacerdote con el que trabó conversación. Al cabo de un rato de charla, el sacerdote le pidió el favor que le ayudara a celebrar una misa de penitencias que deseaba hacer en la intimidad en la capilla del Arco de San Lorenzo.
Ambos se dirigieron hacia allá y ya en la capilla, al quitarse el cura la ropa de abrigo, resultó que ya estaba vestido para la celebración.
Comenzó a oficiar la misa con normalidad, pero al iniciar las primeras genuflexiones, el mozo comprobó aterrorizado que de las botas del cura asomaban los huesos desprovistos de carne y piel. De un brinco, abandonó la capilla y subió la cuesta a la carrera hasta llegar a la iglesia de Santiago, donde otro sacerdote, viéndole tan agitado, le paró e intentó calmarlo.
El mozo le contó lo del otro sacerdote que en vez de piernas, tenía canillas, como las de los esqueletos. Y el segundo cura se alzó la sotana y le mostró los huesos de las piernas, al tiempo que le preguntaba "¿Serían como éstas...?".
Es fácil entender que el mozo cayera enfermo de tanta impresión.


El albañil emparedador

Esta leyenda se refiere a un albañil en paro que fue contratado, ya caída la tarde, en la Plaza Vieja, (Actual Plaza de S. Francisco, en la que se encuentra la Diputación Provincial) donde en los siglos XIX y XX se concentraban a diario, los jornaleros y trabajadores en paro, al cobijo de los soportales de Correos y de las viejas carnicerías.
Al albañil en cuestión le vendaron los ojos y antes de llegar al lugar en el que debería realizar el arreglo, le hicieron callejear para despistarle y que no reconociera el lugar a donde lo llevaban.
Cuando al fin se puso manos a la obra, su susto fue mayúsculo al encontrarse con que tenía que levantar una pared para tapar un hueco en el que se encontraba un cadáver, mientras tañían las campanas de una iglesia próxima.
En el venero que hay frente a la iglesia de la Magdalena vivía un lagarto muy grande que se comía a cualquier persona o animal que se acercara a por agua o a beber, y ya no había quien saliera de sus casas en el barrio de la Magdalena, ni para trabajar, de lo asustadas que estaban las personas.
Un pastor pensó en una forma de acabar con el monstruo, desoyó un cordero, cosió la piel por todos lados menos por los extremos y la rellenó de yesca. Luego ensangrentó la piel para que pareciera un cordero muerto. Colocó la piel del cordero rellena de yesca a la entrada de la cueva, prendió fuego a la yesca y dando un silbo se apartó.
Salió el lagarto y engulló el cordero simulado, la yesca le abrasó las entrañas y le hizo reventar. Con ello cesó el peligro y se celebró la memoria del industrioso pastor.
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En tiempos remotos apareció en el manantial de la Magdalena una enorme sierpe o lagarto que se alimentaba de cualquier animal o persona que se acercara a beber.
Cierto caballero se ofreció a librar a la población de la amenaza que suponía la existencia de dicho monstruo. Aceptado su ofrecimiento por las autoridades de la ciudad, se revistió de espejos y armado con una lanza se acercó al manantial.
Con grandes voces llamó la atención del lagarto para que saliera de su madriguera. Al salir el monstruo, cegado por los reflejos de los espejos, quedó por un momento confuso e indeciso, circunstancia que aprovechó el caballero para darle muerte con la lanza que portaba.
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En el manantial que hay cerca de la iglesia de la Magdalena, había en tiempos remotos, un gran lagarto que se comía a todo el que se atrevía a acercarse a beber.
Había en la cárcel un preso, condenado a muerte que se ofreció voluntario para matar al lagarto si le perdonaban la vida. Cuando las autoridades aceptaron su ofrecimiento, pidió un caballo, una lanza y un saco con pólvora. De noche se colocó enfrente de la cueva donde vivía el lagarto con un costal (saco) lleno de panes calientes. Cuando le dio el olor al lagarto, salió de la cueva y en cuanto vio al preso se lanzó hacia él, pero este salió corriendo mientras le iba echando panes al lagarto por las calles de Jaén hasta que, al llegar a la plaza de San Ildefonso, cambia los panes por el saco de pólvora pinchado en la lanza, el monstruo se lo tragó y reventó

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